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Del extraño en el espejo al gesto que devuelve tu reflejo

Cada mes escribo un boletín que llega a personas que, como yo, quieren pensar la belleza desde un lugar más humano. En el último abordé un tema que provocó una cantidad inesperada de respuestas: la desconexión con el propio reflejo. Muchos lectores me escribieron para contarme que un día se miraron al espejo y sintieron que no eran ellos. Y cuando algo resuena tanto, suele ser porque toca una fibra común.

El espejo a veces duele. ¿Alguna vez te has mirado al espejo y has sentido que no eras tú? Ese momento, que puede parecer banal, duele más de lo que se admite. No es solo una cuestión de imagen: es un choque emocional que atraviesa todo el cuerpo. Sabemos por la fisiología del estrés y por lo que observo en consulta que el corazón se acelera, la respiración se corta, la mente se confunde. Es como si el reflejo se hubiera convertido en un desconocido.

Esa frase: «Me miro y no me reconozco». La escucho con frecuencia, sobre todo en mujeres. Y es que, cuando una mujer deja de reconocerse frente al espejo, el cuerpo entero responde: sube el cortisol, la digestión se altera, la piel lo refleja en forma de brotes o de falta de luz. El espejo parece devolver arrugas, flacidez o cansancio, pero lo que realmente muestra es una historia no aceptada. No se trata tanto del cambio físico como del rechazo hacia ese cambio.

Frente a esa sensación, solemos pensar que la solución pasa por transformaciones radicales: una dieta estricta, pasar directamente por quirófano… lo que sea que nos devuelva una versión “mejorada”. Pero la mayoría de las veces el camino es más sencillo y más profundo que eso. A veces basta con un gesto pequeño: dedicar unos minutos a cuidarse, pintarse los labios, peinarse con calma o aplicarse una crema con atención.

Puede parecer insignificante, pero el cerebro lo interpreta como un reinicio. Es un mensaje que dice: valgo, merezco, me importo. Ese gesto activa los neurotransmisores de recompensa, eleva la confianza y se refleja en la voz, en la postura, en la mirada. Lo pequeño se convierte así en un recordatorio íntimo: estoy aquí para mí.

La belleza, si es que esa palabra aún nos sirve, no está en resistirse al paso del tiempo, sino en acompañarlo. En no esperar al golpe de desconexión frente al espejo para empezar a cuidarse. En construir una relación más amable con la propia imagen, basada en la continuidad y no en la urgencia. La constancia como base del éxito, siempre.

Manos aplicando crema de un envase blanco sobre el dorso de otra mano en un entorno de baño.

Cuando los cuidados se integran en la rutina con naturalidad, el reflejo deja de ser un juez y se convierte en un aliado. Ya no hay un día en que “de repente” una no se reconoce, porque ha habido presencia, atención, vínculo. Lo que se refleja entonces no es solo una cara: es una historia de coherencia.

Volver a ti es fundamental. El espejo no define el valor. Solo devuelve una imagen, y esa imagen cambia, como cambias tú, con las estaciones, los años, las emociones. El verdadero reconocimiento ocurre cuando aprendes a mirarte con compasión, sin exigencia ni culpa.

Porque al final, no se trata de luchar contra el reflejo, sino de reconciliarte con él.

De recordar, en cada gesto, por pequeño que sea, que la belleza no está solo en lo que ves, sino en cómo te miras. Y esa es mi labor: actuar directamente en lo de fuera y disfrutar el impacto que genera en cómo nos vemos.

(Artículo de María Estela de Abajo Sanz para LNE el 18 de octubre de 2025)

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